mercredi 20 juillet 2011

Otto de Habsburgo: reflexiones sobre la eternidad

La Doble Monarquía Austro-Húngara ha sido la muestra de la perfecta encarnación, pasible de defectos por ser humana, de la protección de los valores de una nación en su forma temporal y los valores de su fe, la Católica Romana, impuestas por aquella extraña carga moral que tienen los gobiernos que temen el escrutinio de sus súbditos, pero que, a su vez, temen el juicio divino de la administración de lo que sobrenaturalmente se les ha encargado. Y así lo han hecho los Habsburgo por mucho tiempo. Y allí radica la razón de esa mágica idea de atemporalidad cuando se piensa en el Rey-Emperador, aquel mandatario que a su vez recibe un mandato de una fuerza sobrenatural, que sobrepasa su poder.
La idea de la perfecta armonía de una jerarquía que, a diferencia de lo que piensan muchos modernistas radicales, es un engranaje perfecto que sólo la Divina Providencia mueve. Y a ella vuelven las piezas cuando han cumplido su función. Otto de Habsburgo, la cumplió y ahora vuelve a ese estado inicial donde el engranaje precisa de piezas nuevas, pero que deben encajar perfectamente en el lugar de las antiguas, de otro modo, esta máquina universal no podría seguir funcionando como sucede cada cinco o seis años en las repúblicas donde todo el engranaje se desecha, y se superponen experimentos extraños y hasta odiosos que hacen perder la sensación de atemporalidad de las cosas y por lo tanto, de la protección de esos valores y preceptos intrínsecos en una nación. Y luego ya no hay mandato, ni rendición de cuentas, ni nada sobrenatural. Solamente queda la modernidad.
 Pero a mí me gusta decir que la idea monárquica existe, porque existe la eternidad. Y lo eterno no es sustituible, porque por su esencia tiene un inicio sobrenatural. De esta forma, Otto de Habsburgo y todo lo que él representa no podrá ser sustituido. Pero el Emperador-Rey, si puede llevar otro nombre, pues mientras los hombres son mortales, la tradición y la Monarquía son eternas. No es necesario que un millón, mil personas o una sola crean en la Monarquía. Un monarca, lo es, por derecho, por nacimiento y por mandato de aquella fuerza divina que fuerza su existencia para cumplir un mandato y no necesita de ideas colectivas para existir. La Monarquía existe porque existe la eternidad. Y la creencia fiel en esa idea, es, a mi parecer, el legado más importante de Su Alteza Imperial y Real.
 Sin embargo, para quienes quedamos en la batalla por la armonía natural de las cosas, es verdad, hemos perdido un referente importante de alguien que, por esta atemporalidad de las Coronas, ha nacido en un mundo donde los principios y los valores eran la regla, y ha fallecido en un mundo donde éstos son menos que una excepción. Con Su Alteza muere aquel paternal referente de las cosas de quienes somos jóvenes y preguntamos a nuestros padres ¿Y cómo era eso en tu tiempo?, aquel referente de experiencia tangible con el que podía señalarse “esto fue así porque este hombre lo ha vivido, y él puede dar fe de ello”. Y es curioso, porque Otto de Habsburgo, a mi parecer, ya había sufrido una primera muerte de la que renació victorioso en el año 1919.
 Es curioso también, que su muerte haya sido el cuatro de Julio cuando Estados Unidos celebra su fiesta nacional. Hay que recordar que, fue este mismo país que en 1919 dio muerte a la Doble Monarquía, y la desmembró, como quien intenta enterrar las partes en lugares escondidos para que esas piezas nunca vuelvan a unirse. Y así hizo el tratado de Versalles. Y muchas personas creen que los Estados Unidos no tuvieron presencia en la Primera Guerra Mundial. Y aunque es parte de otro escrito, quiero asociar este evento con lo que sucedió con Su Alteza esta semana, porque para muchos debe ser ajeno, también que Europa misma desde lo alto del trono pontificio se tenía una propuesta europea de paz, formulada por la Sublime Santidad de Benedicto XV, gran pacificador, que luego fue utilizada y reformulada a conveniencia, por el presidente Wilson en sus catorce puntos para volverla anti europea. Por eso, allí, cuando la modernidad desmembró la tradición, no lo hizo gratuitamente. Europa, en cierto modo, perdió lo que la hacía europea, extraña a las ideas homogéneas de las ex colonias inglesas, y única en una magnífica confusión ordenada de cosas mundanas y a la vez tan sobrenaturales.
 La muerte de la última Monarquía tradicional tenía por presupuesto, no la democracia (que es el pretexto actual) o la libre determinación de los pueblos (que era el pretexto de la época) sino la estocada final de aquello que representaba el sello europeo: la unión del trono y el altar. Su Alteza vivió ese cambio, y lo sobrevivió con esa aura de majestad que lleva intrínsecamente quien nunca renuncia a su mandato, ni pierde el temor de lo divino. Y si los monárquicos luchan sin cesar por recuperar ese referente excelente, entonces se puede entender cómo la muerte de Otto de Habsburgo, no es la muerte de un “miembro más de la realeza”, sino es la muerte de aquella imagen viva de quien tuvo la experiencia real y palpable de aquello por lo que se lucha. Sólo queda ahora la historia de lo que sucedió y de los valores que él y su familia han guardado desde el trono y fuera de él.
 Pero, como dije antes, si bien la persona que encarna al Emperador-Rey puede morir, la institución que éste encarna es eterna. Y lo importante ahora es creer, con fe, con la misma seguridad y contundencia que solamente las palabras del Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia pueden dar. Creer que lo que Su Alteza protegió y encarnó, no muere con él, sino que deja el espacio para que la eternidad continúe su obra de construcción universal. Pues tanto los valores y la tradición, son eternos, y aunque ya no parezcan ser tangibles, existen más allá de nuestra percepción. Hoy, parece ser que esa fuerza divina, ya no es suficiente para mover los engranajes. Pues entonces, seamos todos aquellos que creemos que lo que él y nosotros defendemos, sin dudar, es lo correcto, ayudemos a la Providencia a empujar las piezas de los valores tradicionales bajo los moldes que tanto él como sus predecesores han dejado.
 Entendamos este símbolo como un reto de demostrarle a la modernidad, que la tradición es eterna, y que va más allá de personas y de acciones particulares. No hay muerte en lo eterno, y no hay tiempo en lo que es atemporal. Nos queda mucho por hacer y mucha más fuerza que poner en la defensa de los ideales que protegemos, es verdad pero ¿Por qué no hacerlo nosotros si Otto de Habsburgo y la majestad que encarnaba sobrevivieron a tantos duros golpes? Así como él la tuvo, nosotros tenemos como aliada, a diferencia de los modernos, la eternidad. Él lo sabía, El Príncipe Imperial y Real era católico y guardaba en su corazón las promesas de la resurrección. Que Dios guarde a Otto de Habsburgo, y acuda en nuestra ayuda cuando lo invoquemos.

dimanche 19 juin 2011

The Politics of Pleasure: "Les menus-plaisirs" of Versailles


Long before Louis XIV, France's Sun King, finished building the magnificent Château de Versailles, the palace's gardens had already become Europe's most famous party destination. The legendary royal fêtes of the Sun King's reign, intended to celebrate military victories, births, and weddings (and, unofficially, to honor Louis XIV's mistress at the time), surpassed anything contemporaries had ever seen.
The "Menus-Plaisirs," a sort of ministry whose sole purpose was to oversee the entertainment of the king and court, spared no expense in order to make marvels seemingly spring from the ground overnight. During "The Great Royal Divertissement" of 1668, the most magnificent fête of Louis XIV's reign, guests were invited to pluck candied fruit from the branches of imported Portuguese orange trees lining the avenues of the gardens. In the Bosquet de l'Etoile, piles of caramels, vials of fine liqueur, and a miniature palace constructed entirely out of marzipan tempted guests and onlookers alike. (The common people were allowed in the gardens and were permitted to eat the leftovers.) In another torch-lit grove, an improvised theater illuminated by hundreds of candles in crystal chandeliers set the scene for a comedy by French playwright Molière, after which the king and court enjoyed a supper comprising five courses of 53 different dishes each. Like all important royal celebrations, the party of 1668 ended with a blazing pyrotechnic display: Illuminated vases and glowing fountains lit the gardens, while fireworks spelled out the Sun King's number "XIV" in the sky.
For this one night alone, the Menus-Plaisirs spent a sum equal to about one third of Versailles' entire expenses for that year. But as decadent as it may have seemed, partying at Versailles was serious business. In addition to pressuring workers into completing the king's extravagant projects by a certain date, the parties functioned as laboratories for artistic experimentation. The elaborate decors that sprang up and disappeared overnight gave teams of renowned architects, composers, decorators, pyrotechnics experts, and gardeners — all hand-picked by the king himself — the opportunity to test and implement new styles and trends, whose success or failure could make or break the career of the person responsible.
Louis XIV's big bashes were also an important political tool. Besides keeping the French nobility docile by providing frivolous ways for them to spend their time and money, the Sun King used his fêtes as a means to broadcast his own glory throughout the courts of Europe. Engravings commissioned by the king showing sumptuous processions and spectacular fireworks displays proclaimed to the world Louis XIV's intention to rule as an absolute monarch, as well as his growing attachment to Versailles and its gardens. As the palace's renown spread, so did the number of copycats, as monarchs across Europe constructed their own lavish palaces and gardens.
What remains today of all the pomp and finery of the magnificent parties held by the Sun King? Going into the Salle de Bal (the "ballroom") or Bosquet des Trois Fontaines, one can easily imagine the sound of music from French composer Lully mingling with the tinkle of fountains and the murmur of powdered ladies. Many of the same groves and fountains that provided the backdrop for the royal fêtes over 300 years ago are still open to visitors today. Throughout the summer months, visitors can also experience the grandes eaux (the playing of all the fountains), and those who stay on into the night may just be rewarded by a vision straight out of the Louis XIV's reign: fireworks over the Grand Canal.